Opinión
Por Pablo Santiesteban , 10 de febrero de 2022

La salud pública y el reloj

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Varias filas de personas esperan hacerse el examen de PCR y Antígeno contra el Covid-19 en el SAR Barrios Bajos.
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Columna de opinión del periodista Víctor Pineda Riveros.

El domingo recién pasado se candidatea para ser uno de los peores a lo largo de mis ya numerosos años de existencia. La necesidad de una atención razonablemente rápida para un fuerte dolor lumbar de mi jefa nos llevó al SAR de los Barrios Bajos. 

En otras ocasiones, bajo una situación más normal, la experiencia había resultado positiva, porque la atención había tenido tiempos de espera tolerables y el trabajo de profesionales y administrativos había concluido satisfactoriamente. Cuatro puntos buenos para la salud pública.

A sabiendas de que el paisaje dominical sería muy diferente, porque sabíamos que mucha gente anda detrás de un PCR o un test de antígeno para detectar un posible contagio de Ómicron o sus hermanas, fuimos, antes de mediodía, con la esperanza de encontrar la respuesta esperada.

A pesar de que mi esposa explicó que iba por otra cosa, la mandaron a hacer la fila de los que esperaban un PCR. Y, por solidaridad, me ubiqué junto a ella. Repartían 20 números por batallón y el resto a esperar. Menos mal que era al aire libre y la temperatura todavía era soportable. Demoraron harto con ellos, hasta que en el segundo lote nos tocó un cartoncito premiado. Y de ahí, a esperar otra vez, porque tener número no significaba derecho a pase directo a las manos de los médicos. Solo nos tomaron los datos personales, pero al poco rato pasamos al examen de estado general, presión arterial, temperatura, nivel de oxígeno en la sangre. Y de ahí…ya se los dije, a esperar otra vez.

Fui inmensamente feliz cuando escuché mi nombre para el cara a cara con el médico. Y mejor aún fue ver a mi esposa pasar directo a otro box. 

Un joven profesional extranjero, venezolano, creo, muy amable, me informó que mi prueba de antígeno había resultado negativa, aunque cuando la enfermera me metió el cepillito en las fosas nasales sentí que había llegado directo al surco central de lo que me queda de cerebro. En seguida me auscultó y descubrió que el que había nada más que de acompañante de su cónyuge estaba más complicado que ella. Menos mal que me mandaron para la casa y con una bolsita de antibióticos. De tres a cinco días va a estar como nuevo, me despidió el médico. Cuatro puntos buenos más para la salud pública.        

Lamentó haber estado seis horas en el mismo trance, así que espero que le sirva de consuelo saber que nosotros estuvimos más tiempo rodeados de personas con sólidos argumentos para sentirse en riesgo de contagio. Pese a lo insoportable que se hace la situación a medida que pasa el tiempo, la gente se hace fuerte para no perder la calma. Los guardias del recinto se ponen armadura para aguantar a los más pesados, que, afortunadamente no llegaron ni a la agresión verbal en contra de ellos.

No crea que la gente no reclamaba. Lo hacía, pero pidiendo más recintos de atención, más funcionarios tomando datos, más personal clínico y auxiliar. En el fondo, lo que exigían, con toda la razón del mundo, eran respuestas rápidas a sus necesidades.

¿Es posible en un país como el nuestro? Por supuesto. Hay que fortalecer la salud pública desde todos los puntos de vista. En los últimos días, las grandes ciudades han presenciado situaciones límites, como personas desmayándose en las filas o alcaldes exigiendo insumos y pertrechos para poder cumplirle a sus vecinos. 

Con toda la plata que ha corrido por nuestro territorio en los últimos 40 años y que ha terminado en manos y bolsillos de frescos, patudos, acomodados y rateros, de todas las formas y colores, de toda la gama de servicios, instituciones, organismos, cuarteles, ministerios divinos y humanos y para qué seguir, habría alcanzado para tener un buen consultorio cada diez cuadras u hospitales tan grandes que hasta los guardias se perderían adentro. Todo esto, desde luego, debe tener el personal suficiente y dignamente pagado para que el diálogo con los pacientes resulte recordable.

Es otra de las tareas pendientes si algún día nos proponemos en serio llegar al desarrollo. Y que el reloj, aunque ya casi nadie lo usa en la muñeca, marque las horas en algo más alegre que una cola a la espera de un examen.    

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